Sin sentimentalismo. El texto ha andado rondando mi mente desde un tiempo a la parte y he querido escribirlo sin sentimentalismos. En verdad, el sentimentalismo no tiene relación ni injerencia alguna en el tema. El sentimiento está, pero no produce sensación o emoción alguna, es como de mármol, sólo es reconocido por la razón y la razón es fría. Por lo tanto, al ser reconocido se comporta como una entelequia externa e independiente. Es como abrir un archivo en el computador, el archivo se abre y punto, no se comporta de este modo o del otro a fin de impresionar o no al lector, no es ésta su propiedad, tampoco su función. Quien se deja o no se deja impresionar es el lector.
Regreso a Chile en septiembre del año 1976, hace exactamente 30 años. Nada sé de lo que ocurre en mi país. Las repercusiones primeras del golpe de estado ejecutado por los militares nos han sorprendido en Alemania. El día 11, a la hora del crepúsculo europeo, hemos visto avanzar por una amplia calle de Hamburgo una columna de manifestantes y un gran retrato del rostro de Allende en lo alto, sobre la cubierta de una pancarta. Compramos los diarios, nos prendemos al televisor en la noche del mismo día. Sin comentarios. En silencio. No acostumbramos hablar de política, cada quien sabe dónde le aprieta el zapato. Por tanto lo leído, lo escuchado es todo cuanto sabemos antes de regresar a nuestro hogar en Nürnberg: que hubo un golpe; Allende murió o lo mataron, no está claro; y que entrará a regir una junta de gobierno y un estado de excepción.
No es mucho más lo que aprendo allí, en Nürnberg, mi marido chileno-alemán simpatiza con la derecha, al igual que las tres o cuatro familias chilenas —también de ascendencia germana—con las cuales nos relacionamos en Alemania y con quienes nos juntamos los dieciocho de septiembre a comer empanadas y añorar la marraqueta con palta. Palta encontramos, a dos marcos alemanes cada una, pan caliente imposible, todo el pan que se vende es frío, aun en las panaderías. Al menos aprendo a comer pan frío y a no desperdiciar ni las migajas. También cantamos el Si vas para Chile. No hablo mucho en estas reuniones, de qué serviría. Sólo me ocupo de la casa y de mis hijos —de cuyo lado no me despegaré en sus primeros años fundamentales— durante este período familiar desventurado en que terminan por convertirse esos cuatro años en Alemania.
Noticias de la familia en Chile, tampoco las hubo. Mi padre, hombre reposado y disciplinado, hombre de familia y de paz, se encontrará alejado de la política social activa. A mi paso de despedida por Temuco en el último tercio del año 1972, se confesaba desilusionado. El gobierno incipiente de la Unidad Popular no escuchaba las demandas legítimas de los exonerados por la Ley Maldita de González Videla, no se pedía nada gratis, sólo aquello que se les adeudaba; y comenzaba a asquearse del desorden, de las tomas indiscriminadas y de la batahola expropiatoria como botines de guerra. A decir verdad, contemplaba abismado cómo las metáforas revolucionarias iban transformándose de consignas en realidad pura (mi padre se tomaba las cosas demasiado en serio, defecto que he heredado, al parecer). De modo que el comienzo de la cruenta persecución y del exterminio lo dejó intocado. A mi regreso a Chile cuatro años después sabré que no contestaron a mis cartas porque no hubo dinero para las estampillas. Mayor preocupación de mi parte tampoco la habrá, viviendo, más allá de la ignorancia, en la más virginal de las inocencias. Malas noticias familiares, de esas que vuelan, no las hubo. Recién en el año 1981 morirá en el Hospital Regional de Temuco, de septicemia, dijeron.
Volviendo al relato, partimos cuatro durante el año 1972 a la Alemania Federal y volvemos sólo tres. El 21 de septiembre de 1976.
No es mucho más lo que aprendo al instalarnos en mi Concepción —bajo Dictadura—, la ciudad universitaria donde estudié, inicié mi vida laboral, adquirí mi independencia material y espiritual, conocí el amor y me casé —en Democracia—. Donde fui feliz. En Santiago, donde nacieron mis dos hijos, también fui feliz. Hasta que comenzó a concretarse el anhelado viaje a Alemania. Cuando él partió de avanzada en septiembre de 1972, algo se había quebrado. Profesional con flamante cartón universitario en mano, viajábamos en pos de la ‘especialización’, la aureola y el prestigio que rodeaba a quien volvía del extranjero. Pero algo se había quebrado. El abrazo se había vuelto flojo, el beso distraído, la mirada se perdía en el horizonte. También en el Chile de esos años, algo se rompía. Y el horizonte oscurecía.
Bien, el hecho es que estoy de regreso en Chile, sola con mis hijos, días después del 18 de septiembre. Y que no es mucho lo que aprendo de lo que está ocurriendo en mi país. Al principio. Desde luego, al año he tenido que comprar una bandera, es mandato de ley izar la bandera en el septiembre de la patria. El problema es que no sé en qué momento dejé de izar la bandera. No es mucho lo que sé de lo que está sucediendo en los subterráneos del suelo patrio. Pero voy aprendiendo. Una primera palabra, como el O-j-o del silabario infantil, comienza a desasnarme: L-O-N-Q-U-É-N. No fue una decisión abrupta, no puedo decir hasta tal fecha icé la bandera, desde ahora en adelante no vuelvo a levantarla. Fue cayendo en desuso en forma progresiva, hasta quedar sepultada en el fondo del ropero. Allí durmió durante años. Aún duerme.
L-o-n-q-u-é-n, con sus fatídicas siete letras y su fatídico arsenal de escombros y huesos humanos desenterrados en 1978.
Voy aprendiendo y no paro de aprender. Las banderas de mi patria se comportan de forma extraña en la Democracia restituida. Hay las banderas de antes del 11 y aquéllas después del 11 más cercanas al 18 de septiembre. En este pueblo un tanto paupérrimo donde resido en la actualidad (post 2002), no puedo dejar de atisbar de reojo el frontis de las casas, con una absurda sensación culposa: algunas harán su aparición uno o dos días antes del 11. Entre estas últimas, no faltan aquellas que se inhiben de flamear al viento, agazapadas tras el cristal de la ventana en forma de volantines de papel como diciendo “Sí” pero quiero parecer “No” aunque no quiero dejar de ‘aparecer’…
Hubiese querido agregar que anhelo volver a escuchar los boleros de Los Huasos Quincheros sin sentirme una traidora. Que me gustó la canción de Alberto Plaza, aquélla de “tu ausencia”, pero no termino de asociarla a este período oscuro de la Historia de la patria. Que no quisiera encontrar a la Patricia Maldonado cada día más fea, vulgar y vociferante; algún día fue una mujer hermosa, chispeante, con una enorme sonrisa resplandeciente y voz poderosa; tampoco tenía esa mirada metálica, cautelosa, que exhibe cuando es introducida en algún conspicuo programa de conversación vespertina en la TV. En fin.
Lo que dije al principio. Sin sentimentalismos.
Este último septiembre he hecho un esfuerzo, pequeñito pero esfuerzo al fin. He adquirido en el hipermercado una tira de banderitas tricolores de tela sintética —a las de plástico las borra el sol— y la he colgado en la terraza, para las empanadas y el asado. Lo he hecho pensando más bien en mi nieto de cuatro años y medio, con el propósito de recrearle un ambiente dieciochero como en el jardín infantil donde han festejado hace unos días. Estas banderitas chilenas vienen de la China. No sólo he pensado en mi nieto. También se me ha ocurrido, parada frente a la góndola dieciochera repleta de banderitas y guirnaldas tricolores, y trajecitos típicos fabricados en la China para los niños chilenos, que esta tira de banderitas tricolores ha llevado al menos un grano de arroz a la boca de un chinito a miles de kilómetros bajo mis pies… Aun cuando otro oscurito tenga que vender droga de este lado del planeta, hoy no para comer sino para acceder a las miríadas de artículos de consumo que le lanzan a diario la TV y los mostradores de las tiendas no sólo a los ojos o al estómago, sino directo a las paredes del intestino delgado y de ahí al cauce sanguíneo.
Banderitas chilenas, banderitas tricolores, confeccionadas en tiras en la China. Sostienen de un frágil hilo los fragmentos borroneados de esta Patria algo así como de plástico, en la que nunca se termina de aprender.
La otra, la bandera grande, la chilena, de tela de algodón made in Chile, continúa durmiendo en el ropero.
Del libro inédito “Más chilena que los porotos… De nuestra Identidad” (escrito entre ca. 1995 y 2007), próximo a ser publicado en Menú Bibliografía para su descarga gratuita.